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Revista Trimestral
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OBSERVADORES Y PARTICIPANTES

9/26/2011

LEÓN BENDESKY

Las crisis financieras, como la que está en curso desde 2008 y que empeora a diario, son fenómenos graves por sus repercusiones sociales.

También son llamativas pues las condiciones materiales para generar riqueza no se alteran; son los precios en general los que cambian, de manera tal que se provoca la dislocación de la actividad productiva y la destrucción de empleos e ingresos.

En las semanas recientes se registró una severa caída del precio de las acciones de empresas que cotizan en las bolsas de valores del mundo.

Esto significa que hay más oferta que demanda, pero al final para que un precio se establezca y se valide en el mercado se tiene que concretar una transacción, así que aun en este entorno alguien compra.

Al mismo tiempo ocurre un ajuste en los precios de los bonos y otros títulos que sirven para financiar las operaciones de las empresas y las deudas de los gobiernos.

Los inversionistas buscan refugios prácticamente en una estampida a falta de cualquier indicio de seguridad.

De manera que parece extraña, se colocan en dólares a pesar de la enorme deuda pública y déficit fiscal en Estados Unidos.

El entorno es precario y las acciones colectivas contribuyen a provocar una incertidumbre cada vez mayor.

En el plano del consumo las familias tratan de defender lo más posible su ingreso y su patrimonio, y el incentivo se vuelve gastar menos.

Ante un menor gasto de consumo las empresas invierten y producen menos.

El resultado global no puede ser más que despedir trabajadores, enfrentar mayores deudas y sancionar así el escenario de la crisis.

Los bancos no pueden cobrar sus deudas y el circuito de los créditos se altera de modo significativo y tiende a paralizarse.

La fragilidad que se configura atiza aún más la crisis y se retroalimenta la falta de confianza por la posible pérdida de los depósitos.

Los gobiernos intervienen destinando más recursos a los bancos para reforzar su posición, evitando primero la falta de liquidez y luego la posible insolvencia.

Todas las acciones contribuyen, entonces, a consolidar el escenario de la crisis.

La desconfianza se vuelve la señal predominante y pasa de ser un asunto individual a convertirse en una conducta colectiva.

Súmese a esto la reacción de los gobiernos que se hace errática y se agrava por las confrontaciones con los aparatos legislativos y la crisis se complica.

No hay manera, pues, de separar finalmente las condiciones financieras, económicas y políticas.

Hoy, la Unión Europea que cuenta con 27 países miembros y, en especial, la zona euro con 17 de ellos, así como Estados Unidos, están enfrascados en esta compleja situación.

La crisis de la deuda griega ha puesto de manifiesto los límites de la política del mercado único y, sobre todo, de la moneda única.

El problema, como se advierte de modo cada vez más claro no es técnico sino eminentemente político.

El gobierno de Alemania, país líder de la zona, no puede proveer estabilidad alguna pues hay una fuerte resistencia política interna para sufragar el costo provocado por otros de los miembros.

El más reciente llamamiento del G-20 el fin de semana pasado en la reunión del FMI y el Banco Mundial en Washington no acierta siquiera a poner sobre la mesa la serie de medidas requeridas para atemperar la crisis.

El prospecto de un rompimiento del convenio sobre el euro no se puede descartar.

Las repercusiones económicas y políticas de tal escenario son muy relevantes y potencialmente graves.

La historia de conflictos regionales es bien sabida y se supone que la integración económica y política en curso desde el final de la Segunda Guerra Mundial habría de contribuir decisivamente a construir un entorno eficaz y duradero de cooperación y coexistencia.

Por otro lado, la crisis en Estados Unidos ha detonado un fuerte movimiento político archiconservador, que cuestiona hasta los principios básicos de la naturaleza del gobierno y la sociedad.

La lucha electoral ya está abierta y los conflictos debilitan la capacidad de gestión de las políticas públicas en materia fiscal y monetaria.

Privan la incertidumbre, y su otra cara, la desconfianza.

Las ideas económicas basadas en la racionalidad de los agentes, en este caso sobre todo de quienes invierten y los modelos de control de riesgos puestos en boga en la última década en los bancos se hacen añicos en medio de la crisis.

Es que habrá entonces lugar para integrar en las interpretaciones que se hacen, cuestiones asociadas con las emociones y los sentimientos.

Puede ser, después de todo la economía política surgida en el siglo XVIII se basó en una teoría de los sentimientos morales, luego de la crisis de 1929-33 se propuso tratar los espíritus animales y hoy se hallan tratamientos de corte psicoanalítico para dilucidar cómo funcionan los mercados financieros.

Ante todo esto somos observadores y, por lo tanto, estamos en situación pasiva.

Pero también participamos, ya que las repercusiones de la crisis no pasarán de largo y de ahí que tengamos una condición muy activa.

Si los escenarios no pueden elaborarse de manera clara, debido a la incertidumbre reinante, no son impensables.

Por ahora son muy adversos.

Los discursos políticos no se acomodan con la realidad de la crisis y esta distancia es un elemento de distorsión adicional.



*Artículo publicado en La Jornada el 26 de Septiembre de 2011

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