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LA AUTORIDAD MORAL

3/17/2014

LEÓN BENDESKY

El reclamo de la autoridad moral para uno mismo, para unas u otras preferencias ideológicas, o bien, para los llamados intereses especiales es una condición social bastante evidente; sobre todo en épocas de abiertos conflictos políticos, económicos o territoriales.

En el ambiente intelectual, es decir, aquel que se refiere al entendimiento, hay una derivación a veces demasiado fácil, superficial o maniquea que conduce a un argumento sobre la naturaleza del mal y, también, de aquellos que lo cometen.

Desde una perspectiva individual, pues finalmente el entendimiento es un asunto personal aunque se exprese muchas veces en un comportamiento de masa, la inclinación al mal, incluso en la forma primitiva pero muy rentable del prejuicio, refuerza los resentimientos y hasta la ira que se creen moralmente correctos. El bien y el mal parecen entonces fundirse.

Hay incluso quienes parten de una concepción de sí mismos como buenas personas, representantes del bien como categoría abstracta. Estos buenos sólo advierten que los grandes peligros provienen siempre de los otros, los malvados cuyos motivos y acciones son radicalmente diferentes u opuestos a los propios.

En el caso de los asuntos políticos a escala de las naciones y que se asumen como expresiones inherentes del bien, se justifican de cualquier manera las acciones que se acometen, aun cuando ante los demás se exhiban como opresivas o hasta criminales. Esto pasa tanto en uno como en otro lado del espectro ideológico, las muestras son extensas y las conocemos o cuando menos las identificamos. Esa es la Historia.

Una de las formas que adoptó esta cuestión en el siglo XX tuvo que ver con el significado y las consecuencias del totalitarismo en sus diversas manifestaciones. Esas formas de ejercicio del poder ponen al descubierto elementos de lo humano en general, al igual que las particularidades de sus líderes abiertos y encubiertos, de las culturas o de las naciones en que se cultivó.

El debate sobre estas cuestiones sigue estando en la primera línea. No es un tema que sólo se remita a ese pasado reciente, sino que persiste con nuevas caras que se esconden en las formas concretas de la misma democracia y del autoritarismo contemporáneos. La naturaleza de esos conflictos y las formas en que se superaron, que no se resolvieron, desde 1914 en adelante, parecen definir hoy todavía el entorno político general.

Hacia el final de la primera mitad del siglo pasado, como dijo el poeta Auden, quedó la marca profunda que indica que no podemos confiar en nosotros mismos como entes sociales, pues en términos subjetivos sabemos demasiado bien que todo puede pasar. Sí, todo puede pasar. Esa es una condición definitoria.

No podemos saldar fácilmente las cuentas de los hechos que representan avances contundentes en la ciencia, la tecnología, el arte, el funcionamiento de nuestro cerebro, el bienestar y, por otro lado, la misma contundencia de las matanzas, la opresión y las penurias que hay por todas partes. Ese es un verdadero dilema existencial.

Habría que descartar la creencia de que nuestras vidas privadas son realmente inocentes con respecto de los males de la vida pública. Pero esto reclama demasiado de nosotros y compite de modo muy fuerte con las exigencias de la vida cotidiana, con la satisfacción de las necesidades, con la subsistencia misma. Y esto siempre se aprovecha de muy diversas maneras en nuestro perjuicio.

A Auden le interesaba más lo que había en común entre un ciudadano responsable y un dictador (podemos ampliar el sujeto a cualquiera que ejerza el poder); o sea, cómo las fallas morales y psicológicas del ciudadano hacen posible que tenga éxito el dictador o el gobierno autoritario o la enorme concentración económica.

Tiene que haber alguna forma de relación entre ambas partes, pues de lo contrario, si fuesen totalmente independientes uno del otro, sólo nos quedaría el azoro y el silencio y la aceptación irremediable de la dominación. La distinción planteada es compleja y esencial.

Para Auden, por lo tanto, la interpretación de Arendt de la banalidad del mal era ofensiva. Banales podían ser los pensamientos y actos del buen ciudadano, pero nunca los del dictador y sus agentes. Dijo en un poema: El mal es ordinario y siempre humano. Comparte nuestra cama y come en nuestra propia mesa.

Lo que ocurre, eso a lo que solemos referirnos en ocasiones de modo laxo como la realidad, es demasiado opresivo, pero también sumamente manipulable. Por eso da la impresión de que asistimos de modo pasivo a los acontecimientos esperando ver cómo acaban, esperando que acaben mal y sometidos a los actos de poder y a las interpretaciones que siempre están cargadas de algún tipo de impuesta autoridad moral.



*Artículo publicado en La Jornada el 17 de Marzo de 2014.

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