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LA COMPETENCIA ORGANIZADA

3/18/2013

LEÓN BENDESKY

La competencia económica es un asunto recurrente en la política pública. La teoría económica convencional está basada en la noción de la existencia natural de la competencia en los mercados, con base en la forma en que se determinan los precios y el acceso a la información.

De modo tal que en una época se consideraba una imperfección el hecho de que aquella estuviera restringida y diera lugar a los oligopolios o incluso al monopolio. La falta de competencia es, en cambio, la norma, sobre todo en los sectores clave de las actividades productivas.

La realidad del funcionamiento de los mercados es la contraria: la concentración y la centralización de los capitales es su verdadera naturaleza, tanto productiva como financiera.

De modo que la competencia que existe en una determinada industria está definida por las fuerzas que tienden a la concentración y que tienen que ver con la escala de la operación y el acceso al financiamiento y en muchos casos el poder político.

Finalmente, la competencia tiene que organizarse mediante la intervención del gobierno, por medio de leyes y de acciones burocráticas. El caso es que esto no necesariamente hace más eficientes los mercados y, tampoco de modo necesario, mejora las condiciones de los consumidores en el acceso a los productos y servicios, su calidad y precio.

La organización de los mercados provoca sus propias fricciones, redistribuye los recursos existentes y crea nuevas áreas de concentración entre los capitales más grandes que son los que pueden aprovechar las nuevas condiciones.

Igualmente, la organización de la competencia provoca formas distintas de planificación de la economía. Y cuando se habla de planificación no se trata sólo de aquella que hace el Estado o el gobierno, sino que incluye de modo decisivo la que realiza el capital privado mediante las empresas dominantes en los mercados.

En los consejos de administración de los grandes bancos se sientan los dueños o directores de las empresas más influyentes y lo mismo pasa en la otra dirección. En el consejo de una gran línea aérea habrá miembros de los fabricantes de aviones, de las compañías petroleras y de los bancos más poderosos.

Este es un aspecto del capitalismo que no puede dejarse fuera del análisis cuando se habla de la organización industrial; es crucial en el entendimiento de la economía. Así se establecen las participaciones relativas en los mercados; se incorporan las nuevas tecnologías; se plantean las pautas de la investigación y el desarrollo y hasta aquellas de índole educativa; así se fijan los precios y los márgenes de ganancias; se negocia con los sindicatos las condiciones del mercado laboral; se configuran los mercados accionarios y de bonos y los flujos del capital financiero.

Cuando se habla de la organización de la competencia son muchos los elementos que están en juego. Hoy en México y a raíz del Pacto establecido por el gobierno con los partidos de oposición, uno de los aspectos más visibles tiene que ver con el asunto de las telecomunicaciones.

Este sector está severamente concentrado y las leyes al respecto que se han hecho por más de una década no han logrado un cambio relevante en la estructura del mercado. La televisión, la radio, la telefonía y los medios más actuales como Internet están sumamente concentrados. Las empresas dominantes lo han sido por muy largo tiempo y las rentas derivadas de los servicios que prestan han sido enormes. Esas mismas serán clave en la nueva planificación del sector. La Comisión Federal de Competencia (CFC) y la de Telecomunicaciones (Cofetel) han tenido una participación muy limitada e ineficaz. Así como están, son insostenibles.

El costo para los usuarios es el otro lado de la moneda de dichas rentas y privilegios derivadas de la concentración, es decir, de la falta de competencia. También son un efecto de la forma burocrática y de la carga política (la mano negra y no la invisible) con la que se regula mediante esas comisiones.

Así que esos costos no son sólo monetarios, lo que ya sería suficientemente grave por lo que significa en términos de la transferencia de recursos de la mayoría a un puñado de inversionistas, y en detrimento, incluso, de los ingresos del Estado.

La iniciativa de reforma a la Ley de Telecomunicaciones que modificaría la Constitución está en el centro del modo en que se intentará organizar la competencia en el sector. El objetivo planteado es admisible en principio, siempre en el contexto político del país. De ahí a las declaraciones de la diputada Carpinteyro de que nadie en su sano juicio puede estar en contra de la iniciativa hay, sin embargo, un buen trecho.

Se crearán la Comisión Federal de Competencia Económica y el Instituto Federal de Telecomunicaciones como órganos constitucionales autónomos. Por sí mismo esto no es ninguna garantía; tal vez un caso ejemplar de lo que puede ocurrir sea el del IFE y su transfiguración con respecto a su planteamiento original, que incluía también la autonomía. La organización de la competencia económica o electoral puede terminar siendo un Golem.

Es, asimismo, llamativa la forma de nombrar a los comisionados de ambos nuevos organismos mediante una comisión formada por el Inegi que, por cierto, no es de carácter autónomo, del Banco de México que se ha situado en la estructura administrativa y política más allá de sus atribuciones legales (artículo 28 constitucional) y el Coneval, que siquiera está en el campo de la evaluación de los conocimientos. También se propone la participación de cuando menos dos centros de educación superior para evaluar la capacidad técnica de los comisionados y la pregunta es cuáles serán y qué intereses directos pueden tener o no en el proceso que se abrirá.



*Artículo publicado en La Jornada el 18 de Marzo de 2013

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